(Lydia Cabrera. Cuentos
negros de Cuba)
Estos eran los mellizos que andaban solos pelo mundo:
eran do tamaño de un grano de alpiste.
Este era el bosque negro de la bruja mala, que hacia
inerte el aire; y éste era el sapo que guardaba el bosque y su secreto.
Andando, andando por la vida inmensa, los mellizos,
hijos de nadie.
Un día, un senderito avieso les salió al encuentro y,
con engaños, los conduje al bosque. Cuando quisieran volver, el trillo había
huido y ya estaban perdidos en una negrura interminable, sin brecha de luz.
Avanzaban a tientas – sin saber a dónde – palpando la
oscuridad con manos ciegas, y el bosque cada vez más intrincado, más siniestro
– terriblemente mudo – se sumía en la entraña de la noche sin estrellas.
Lloraran los mellizos y despertó el sapo que dormitaba
en su charco de agua muerta, muerta de muchos siglos, sin sospechar la luz.
(Nunca había oído el sapo viejo llorar a un niño.)
Hizo un largo recorrido por el bosque, que no tenía
voz – ni música de pájaros ni dulzura de rama – y halló a los mellizos, que
temblaban como el canto del grillo en la yerba. (Nunca, nunca había visto un
niño el sapo frío.) Donde los mellizos se le abrazaron sin saber quién era – y
él se quedó estático –. Un mellizo dormido en cada brazo. Su pecho tibio,
fundido; el sueño de los niños fluyendo por sus venas.
“Tángala, tángala, mitángala, tú juran gánga.
Kuluñongo, Diablo Malo, escoba nueva que barre suelo,
barre luceros.
¡Cocuyero, dame la vista que yo no veo!
Espanta sueño, tiembla que tiembla; yo tumbo la Seiba
Angulo, los Siete Rayos, la Mama Luisa…
Sarabanda, brinca Cavallo de Palo; Centella, Rabo de
Nube… Viento Malo, ¡llévalo, llévalo!”
El bosque se apretaba en puntillas a su espalda, e le
espiaba angustiosamente. De las ramas muertas colgaban orejas que oían latir su
corazón; millones de ojos invisibles, miradas furtivas, agujereaban la
oscuridad compacta. Abría, detrás, su garra, el silencio.
Sorprendido, el sapo guardiero dejó a los mellizos
tendidos en el suelo.
“Duela a quien duela, Sampunga quiere sangre.
Duela a quien duela, Sampunga quiere sangre.”
Al otro extremo de la noche, la bruja alargó sus manos
de raíces podridas.
Dio el sapo un hondo suspiro y se tragó a los
mellizos.
Atravesó el bosque, huyendo como un ladrón; los
mellizos, despertando de un rebote, se preguntaban:
–
“Chamatú, chekundale,
Chamatú,
chekundale, champudale
Kuma,
kumatú
¡Túm, túm! ¡Tumbiyaya!
¿Dónde me llevan? ¡Tumbiyaya!
¿Dónde me llevan? ¡Tumbiyaya!”
En el vientre de barro.
Polvo de las encrucijadas.
La tierra del cementerio, a la media noche, removida.
Tierra prieta de hormiguero, trabajando afanosamente –
sin dolor ni alegría – desde que el mundo es mundo, las Bibijaguas, las sabias
trajineras…
Barriga de Mamá Téngue, Mamá Téngue que aprendió labor
de misterio en la raíz de la Seiba Abuela; siete días en el seno de la tierra;
siete días Mamá Téngue, aprendiendo labor de silencio, en el fondo del río,
rozada de peces. Se bebió la Luna.
Con Araña Peluda y Alacrán, Cabeza de Gallo Podre y
Ojo de Lechuza, ojo de noche inmóvil, collar de sangre, la palabra de sombra
resplandece.
Espíritu Malo. ¡Espíritu Malo! Boca de negrura, boca
de gusanos, chupa vida. ¡Allá, Kiriki, allai bosaikombo, allá, kiriki!
La vieja de bruces escupía aguardiente, pólvora y
pimienta china, en la cazuela bruja.
Trazaba en el suelo flechas de ceniza, serpientes de
humo. Hablaban conchas de mar.
“Sampunga, Sampunga quiere sangre.”
– “Ha pasado la hora,” dijo la bruja.
El sapo no contestó.
– “Dame lo que es mio” – volvió a decir la bruja.
El sapo abrió apenas la boca y manó un hilo verde,
viscoso.
La bruja tuvo un acceso de risa, una tempestad de
hojas secas.
Llenó un saco de piedras. Las piedras se trocaran
peñascos; el saco se hizo grande como una montaña…
– “Llévame este fardo lejos, a ninguna parte.”
El sapo, con sus brazos blandos, levantó la montaña y
se la echó a cuestas sin esfuerzo.
El sapo avanzaba brincando por la oscuridad sin
límites. (La bruja lo seguía por un espejo roto.)
–
“Chamatú, chekundale,
Chamatú,
chekundale,
Kuma,
kumatú
¡Túm, túm! ¡Tumbiyaya! ¿Dónde me llevan?
¡Tumbiyaya!
¿Dónde me llevan? ¡Tumbiyaya!”
Ahora el sapo, su pecho tibio, alegremente cantaba a
cada tranco:
“San Juan de Paúl
De un solo tranco
San Juan de Paúl
Así yo trago.”
Allá lejos ¿dónde? – pero ni cerca ni lejos – el sapo
hizo salir a los mellizos de su vientre.
De nuevo encerrados en la noche desconocida –
despiertos – volvieran a llorar amargamente.
La carota grotesca del sapo expresó una ternura
inefable; dijo la palabra incorruptible, olvidada, perdida, más vieja que la
tristeza del mundo, y la palabra se hizo luz de amanecer. A través de sus
lágrimas, los mellizos vieron retroceder el bosque, deshacerse en lentos
girones de vaguedad, borrarse en el horizonte pálido; y a poco fue el día
nuevo, el olor claro de la mañana.
Estaban a las puertas de un pueblo, a pleno sol, y se
fueran cantando y riendo por el camino blanco.
– “¡Traidor!” – gritó la bruja retorciéndose de
odio; y el sapo, traspasado de suavidad, soñaba en su charca de fango con el
agua más pura…
La bruja iba a matarlo; pero ya él estaba dormido,
muerto dulcemente, en aquella agua clara, infinita. Quieta de eternidad…
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