La insurrección de los caciques Agüeynaba y Mabodamaca ha sido aplastada y todos los prisioneros han marchado al muere.
El capitán Diego de Salazar descubre a la vieja, escondida en los matorrales, y no la ensarta con la espada.
– Anda – le dice–. Lleva esta carta al gobernado, que está en Caparra.
La vieja abre los ojos de a poco. Temblando, tiene los dedos.
Y se echa a caminar. Camina como niño chico, con bamboleos de osito, y lleva el sobre a modo de estandarte o bandera.
Cuando la vieja está a distancia de un tiro de ballena, el capitán suelta a Becerrillo.
El gobernador Ponce de León ha ordenado que Becerrillo reciba el doble de paga que un soldado ballestero, por descubridor de emboscadas y cazador de indios. No tienen peor enemigo los indios de Puerto Rico.
La ráfaga voltea a la vieja. Becerrillo, duras las orejas, desorbitados los ojos, la devorará de un bocado.
– Señor perro – le suplica–, yo voy a llevar esta carta al señor gobernador.
Becerrillo no entiende la lengua del lugar, pero la vieja le muestra el sobre vacío.
– No me hagas mal, señor perro.
Becerrillo husmea el sobre. Da unas vueltas en torno a esa bolsa de huesitos trémulos que gime palabras, alza una pata y la mea.
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